El Difunto Fidel

Fragmento de la novela, ganadora del V Concurso de Novela Corta de Rincón de la Victoria, 2009

* * *

Pero el negocio crecía y cada día teníamos más papeleo y más clientes que atender, de modo que decidí buscar una secretaria también. Porque con mi mujer no podía contar para nada. Según ella, desde que llegamos aquí se dedicó a criar a mis hijos. Pero cuando los muchachos estaban ya criados (y bastante malcriados, además) todavía seguía la doña empeñada en vivir a costillas mías.

Puse un anuncio en El Nuevo Herald y la primera en llamar fue una muchacha, que, se notaba con sólo oírle la voz, era cubana hasta la médula. Mi plan original consistía en contratar a una americana para que me ayudase con el inglés. Y porque, nativa al fin, sabría más de negocios que cualquier inmigrante. Pero pensé que me hacía falta coger práctica en entrevistar candidatas y le di una cita a la compatriota.

Lo que me cayó en la oficina fue un monstruo. Un monstruo en minifalda roja, tacones de vértigo y una blusa tan ajustada que se le marcaban hasta unos pelitos negros que le crecían sobre las tetas talla treinta y ocho, copa D. El monstruo me extendió una hoja con su currículum, tan diminuto como grandes eran sus nalgas y, sin que nadie lo invitara, se sentó frente a mí con las piernas cruzadas. Para disimular le eché un vistazo al papelejo.

—Bueno, muchachita, veo que no tienes mucha experiencia en ventas ni en mercadotecnia —fue lo primero que le dije, cuando me recobré de la impresión.

—Oiga, compañe… perdón, señor, yo acabo de llegar de Cuba. Todavía tengo los pantalones empapados con agua del Caribe. No puedo saber na de merca… ¿cómo dice usted? mercatenia o lo que sea.

Me di cuenta de que aquello no tenía arreglo y para terminar rápido le pregunté:

—¿Sabes conducir? Porque moverse en carro es un requerimiento para este tipo de trabajo.

—Conduciendo vine. En el Nissan de un amigo mío, que si la mujer se entera de que me lo prestó, lo deja sin pelo. Y en cuanto tenga una oportunidad voy a sacar la licencia.

—¿Cómo te las arreglas con el inglés?

—Me defiendo. En el par de meses que llevo en Miami se me ha pegado algo con los programas de la tele. No se vaya a pensar que una es bruta. Yo tengo tremendo mendó, míreme. Míreme bien.

Ante tal estímulo le hice una radiografía visual sin ningún recato.

—Sí, se nota que tienes… tremendas aptitudes. ¿Cómo es que te llamas, mi  amor?

—Yordanka López.

—Yordanka, oye eso. Ustedes los jóvenes se aparecen con cada nombrecito que no hay quién lo pronuncie.

—Por eso estoy pensando en cambiármelo a Jennifer, pa que me digan como a la JLo. Yo creo que nos parecemos un poco. Y hasta mis piernas son igualitas a las de ella, fíjese.

Conversamos un rato más y la aspirante a secretaria siguió engolosinándome con los atributos que la madre naturaleza le había derramado encima a raudales. Me contó que trabajaba en un restaurante de Hialeah como mesera, lavaplatos y lo que se terciara, pero estaba buscando algo que dejara más dinero y le diera oportunidades de prosperar. Tenía motivación y empuje, lo que le admiré tanto como los pezones pintiparados. En Cuba había sido técnica en protección e higiene del trabajo en una farmacia. Revisaba los extintores, vigilaba que el agua de los bebederos no tuviera cucarachas, reportaba si se tupía un inodoro… El típico convenio cubano de “yo hago como si trabajara y el administrador hace como si me pagara,” admitió. Entonces le eché un sermoncito para que supiera que las cosas eran diferentes aquí:

—Ése es un gran problema que traen ustedes, los exiliados nuevos. Están acostumbrados a recibir un sueldo, por escaso que sea, sin levantar un dedo. Métete en la cabeza que en La Yuma las cosas son distintas. En este país hay que sudar los dólares porque ningún administrador te los va a regalar.

Y hasta se molestó. Vaya, que le piqué el orgullo.

—¡Ya lo sé! Y no he venido a que me regalen nada. Tengo salud para trabajar, gracias a Dios y a la Virgen del Cobre, y muchas ganas de echar para alante. ¿No ve que estoy buscando empleo? Yo no quiero pasarme la vida dependiendo del Güelfea, ni del gobierno ni de nadie.

Su entusiasmo me conmovió, lo juro. Y sólo por una cuestión de principios le endilgué la segunda parte del discurso que les soltaba siempre a los recién llegados:

—Por otro lado, ustedes tienen complejo de carneros. Todos se escabulleron en cuanto les dieron la más mínima oportunidad, sin arriesgar el pellejito ni tratar de cambiar la situación en la isla. Dime una cosa: ¿alguna vez se te ocurrió hacer algo contra el de la barba? ¿A que no le tiraste nunca ni un hollejo de naranja a un retrato suyo?

—Seguro que no. ¿Para que me metieran presa? Y el pellejito, como usted dice, me lo cuido muchísimo. ¿No ve que es el único que tengo? A mí no me gusta buscarme líos, qué va.

—Ah, pero yo sí que “me busqué líos.” Ésa es la diferencia. Mira, yo era director de una empresa de alimentos, un cargo de categoría. Andaba en carro por toda La Habana. Claro, un Lada ruso es una basura si lo comparo con el Mercedes Benz que tengo ahora, pero tú sabes lo que significaba un Lada en Cuba.

—Sí, un privilegio —asintió, impresionada—. Suerte que tenía usted.

—No me faltaba nada, muchachita. Vivía en una casona del reparto Miramar; una mansión con aire acondicionado, televisor a colores, video, un barcito en la sala, baño con agua fría y caliente… de todo. Si me fui es porque yo no aguanto las injusticias. Y cuando empezaron a no dejar entrar cubanos a los hoteles y a vender hasta las aspirinas en dólares, me entró la indignación. Un día, mientras quién tú sabes echaba un discurso en la Plaza de la Revolución, me le paré delante y dije: “Comandante, aquí tienen que cambiar las cosas. El pueblo no puede seguir así. Esto se ha convertido en un apartheid peor que el de Sudáfrica.”

—¿Usted le dijo eso en medio de la Plaza?

—Sí, chica, sí. ¿Tú no oíste las noticias? Porque toda La Habana supo del escándalo aquel.

—Es que yo soy de Banes.

—Ah, por eso… Allá en el intestino del mundo no se enteran de nada. Pues para no hacerte el cuento largo, enseguida se me tiraron arriba un montón de guardaespaldas y soldados y milicianos y la madre de los tomates. Me llevaron a un calabozo de Seguridad del Estado. Luego me condenaron a quince años en Kilo Ocho, una cárcel que no quieras tú ver ni en pesadillas. Estuve en celda de castigo varios meses y cumplí dos años completos, plantado. Pero logré salir cuando hicieron una amnistía para los presos políticos. El propio embajador de España intercedió por mí, fíjate si mi caso le dio la vuelta al mundo.

Le confieso, Encarnación, que me tomé unas cuantas licencias literarias al contarle mi historia a la compatriota. Después de todo, no estaba hablando bajo juramento. Y ya me había decidido a contratarla así que quería… vamos, darle una imagen de tipo duro, de patriota íntegro. Para que me respetara, ¿comprende?

Luego pasamos a otro asunto. Como el curriculum de Yordanka lucía bastante anémico, me di a la tarea de comprobar sus conocimientos. O, hablando en plata, la falta de los mismos.

—¿Sabes lo que es un anuncio comercial? —me miró como si le hubiera preguntado por la capital de Burundi—. A ver, ¿cómo describirías esta propiedad?

Le mostré unas fotos. Y comenzó la pobre a rebuznar:

—Una casa… eh… una casa vieja y chiquita, con patiecito atrás.

Me armé de paciencia y le expliqué que decir “una casa vieja” no era apropiado. Que “chiquita” así, a secas, tampoco sonaba bien. Que tenía que aprenderse el vocabulario del negocio y avivarse porque si no, no iba a vender ni una tienda de campaña. Entonces la muy culipronta, para usar una palabreja de mi mujer, se levantó y se me puso al lado con el pretexto de mirar los anuncios que tenía en el buró. Vaya, que me plantó el trasero, aquel trasero suculento, en plena cara. Aquello era una provocación. Y uno es… era hombre. Empecé a manosearle las nalgas, duras y redondas como pelotas de fútbol. Y ella a soltar risitas y a retorcerse como anaconda epiléptica y a apretujarme la…

Perdón, ya sé que estos detalles tan gráficos no le interesan. Borre, borre. Delete. Le decía que estábamos muy entusiasmados con el masacoteo cuando entró Bill. Llegó pidiendo mil disculpas —fino que ha sido desde niño— y un aventón para la práctica de baloncesto.

 

Para comprar el libro en Amazon, haga click aquí