Posesas de La Habana

7:30 p.m.

Puedo entrar, profesor, y me tiemblan las piernas al abrir despacito la puerta de su oficina. Ahí está él y se me ponen frías las manos, que ya me empiezan a sudar. En el umbral me inmovilizo, detallándolo. Es alto y carmelita, con los hombros cuadrados. Un Apolo mulato vestido de mezclilla azul.

Él me observa también, pero no creo que me encuentre parecido con Venus, ni siquiera con una de las musas. Debo tener la cara roja y siento que me falta la respiración. Y Apolo que sonríe claro que sí, Elsa, adelante. Pasa y cierra.

Paso, cierro y choco con los ojos eléctricos de un Che Guevara que me observa con mala cara. Desvío la vista del póster y le miro el bigote al profesor. Recortado y espeso, se le derrama por las comisuras de los labios. Si le pudiera dar un beso ahí mismo, demorado y con lengua.

Tiene razón mi socia Yarlene, se le nota un poquito el tic nervioso. Un poquito no, se le nota bastante. Al verlo ahora, de cerca, me doy cuenta de que el párpado izquierdo le brinca igual que el péndulo de un reloj de pared. A lo mejor está también nervioso. Bueno, y qué.

Y qué querías tú, Elsa, pregunta el profesor. Le suelto mi mentira temblando como papel de China en el balcón. Es que no entendí bien lo de la plusvalía que usted explicaba esta tarde, si me lo puede aclarar otra vez, por favor, le digo limpiándome con disimulo las manos encharcadas. Me acerco a su buró. Y de pronto me atrevo. Le enseño la lengüita como aprendí de Yarlene, me la paso por los labios, a lo putesco. Imagino que le estoy dando un beso en el bigote o comiéndome un helado de chocolate en la barra del Coppelia.

Está bien, me contesta, siéntate aquí conmigo. Por la calle pasa un coche con el radio puesto a todo volumen y la música se me mete por los oídos y me envuelve como la mirada caramelo quemado del profesor. Unos que nacen, otros morirán. Me gusta Julio Iglesias, aunque no tanto como este Apolo de color café. Y le sonrío con unos que ríen, otros llorarán, y me siento a su lado en una silla que cojea. En la oficina huele a papel viejo y a cigarro acabado de encender.

Hey, el profe se está tocando lo que en latín se llama méntula por arriba del pantalón. ¿Es idea mía o aquí se trata de Febo en erección? Mira, Elsa, la plusvalía es lo que queda después de. Con disimulo me subo más la falda para que me vea bien los muslos. Las piernas son lo máximo en tu cuerpecito, niña, me ha dicho Yarlene que sí tiene de todo: ancas de yagua fina y las tetas enormes y bellísimas. Las mías son chiquitas y lacias. Que el dueño le pague al trabajador, termina el profesor, comprendes.

Comprendo que se le está parando la vara de Dionisios. Por el mismísimo Baco que no pensé que esto fuera tan fácil. Es tan fácil que me da miedo. Y él me explica algo más sobre los medios de producción pero ya no lo oigo porque me está apretando la mano. Fuerte. Ay.

De pronto tengo ganas de estar en casa oyendo en la grabadora eso de que siempre hay por qué vivir, por qué luchar. Tengo ganas de estar quitándole el polvo a las muñecas del sofá aunque mi hermana Catalina se burla oye, hasta cuándo vas a estar con esas sandeces. Mima, Elsita se va a quedar solterona si no se empieza a espabilar.

Yo no quiero ser solterona ni consagrarme a Vesta. No quiero cuidar el fuego sagrado, sino que lo enciendan en mí. Por eso dejo que el profesor me agarre una mano y sigo sonriendo como si me gustara el toqueteo. Y en fondo me gusta, aunque se me ha despertado un nerviosismo de Dios me libre con Dios me ampare. Si estuviera aquí Yarlene para darme ánimos y decirme que el sexo es el rey del mundo y hasta que no lo pruebes no has nacido, muchacha. Pero Yarlene no está.

Engels planteó que en el socialismo los obreros son dueños de los medios de producción y por eso no existe plusvalía. Eso sí lo entiendes, mamita, eh, me pregunta mientras pone como al descuido mi mano húmeda sobre su portañuela perentoria. Y me entra el pánico, pánico del dios Pan. Espérese, espérese, le pido bajito, que me da pena. Pan, pena, pene, pon. Ponme la mano aquí, Macorina. Pon. El profesor perora como si con él no fuera la cosa. Que si la hubiera, la plusvalía socialista se revertiría en provecho de los obreros.

Como una rama seca Príapo brota súbito de la bragueta de mezclilla. Qué caliente está eso, uf, qué aceitoso. Pero no parece muy duro. Será normal así con los hombres mayores. Yarlene nunca me ha contado pero debe saberlo porque esa niña se ha acostado con media humanidad. Deja que le diga. Deja que le cuente que yo pensaba que debía ser más grande. Pero a lo mejor el tamaño no es lo importante. Lo importante es que el capital no existe en el socialismo ni tampoco la explotación del hombre por el hombre, me susurra el profesor al oído mientras su mano derecha comienza a escudriñar entre mis piernas.

Y ahí mismo me levanto, sin poderlo evitar. Ya no me gusta el juego, me asusté, me cansé. Quiero salir corriendo, abrir la puerta y lanzarme por esas escaleras para abajo y no regresar más, ni siquiera a tomar las clases. Dafne huyendo de Apolo. A fin de cuentas, qué demonios hago yo aquí, a qué vine, por qué está este fulano hurgándome en la vida. Pero él me agarra y me sienta de nuevo, a la fuerza, en la silla coja. Tranquila, mami, cómo te vas a ir ahora y a dejarme así, que te has pensado. Anda, separa las piernitas, si esto es riquísimo, tú vas a ver.

Me está bajando el calzón. Ay, Dios. Le doy una bofetada, por mi madre que se la doy. Si me toca de nuevo, le parto la cara. Yo sólo vine a hablar con él, a mirarlo de cerca, cuando más a darle un beso pero no a.

A meter el rabo y a divertirse, a eso es lo único que aspiran los machos cuando se acercan a cualquier mujer. Lo único. Y después que te les abres de patas, si te he visto no me acuerdo. Elsa, ten cuidado, que eres una tontaja y cualquiera te hace un cuento de camino, gruñe Abuelonga allá en la casa, acariciándose una cicatriz pálida que atraviesa la redecilla de arrugas de su cara. No te regales, eh.

Su doctrina de prevención me escoltó como chaperona victoriana la primera vez que salí con un muchacho. Con un compañero del preuniversitario que me dejó igual que a Penélope. No la de Ulises sino la de Serrat. Sentada en la estación. Tampoco la de trenes, sino de ómnibus de La Habana, cuando le dije que besitos sí, pero que a Las Casitas de Ayestarán, aquel albergue de mala muerte, no iba con él, qué va. Pues ahí te quedas, Santa Elsa. Y me volvió la espalda y ya no lo vi más.

Los hombres son malísimos y se aprovechan de las bobonas como tú. Aprende a no dejarte toquetear. Que no te cojan para sus indecencias. Abre bien los ojos y cierra bien las piernas, me grita mi madre desde el rincón del parque donde me sorprendió jugando con un vecinito a los seis años. Ciérralas bien. Los hombres. Pero el profesor quiere que se las abra y me vuelvo a separar de él. Son malísimos. Que vaya a manosear a la madre que lo parió. Que no te cojan para. Me acerco a la puerta y choco de nuevo con los ojos eléctricos del afiche del Che. Sus indecencias.

Que te quedes quieta, mamita, me agarra por un brazo Marcel, si no vamos a hacer nada malo. Y me muerde una oreja, despacito. Así.

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