Una historia para el Día de los Muertos
Mary, la madre de mi amiga Alice, tenía un cáncer del tamaño del capitolio nacional. Le había hecho metástasis hacía más de un año, pero ella no se daba por vencida. Cada vez probaba un tratamiento distinto: quimioterapia por aquí, radiaciones por allá, corta este cacho, serrucha el otro. La vieja era fuerte y resistía. Yo la admiraba, la verdad. Con setenta años y su cáncer a cuestas se subió a uno de los globos del Balloon Fiesta de Albuquerque y pasó una hora por allá arriba, mirando a la ciudad bajo la respiración dragonil del aparato. Por las tardes se iba a caminar por las Montañas Sandías. Y la última vez que un médico le mencionó la posibilidad de ir a un hospicio lo mandó, con todas sus letras, al carajo.
Dura de pelar la señora. Tenía las piernas flaquísimas, se había quedado sin pelo, los brazos los llevaba amoratados por los pinchazos de la quimio igual que una yonqui, pero no la oí quejarse ni una sola vez. Y aprendí a respetarla. Ya yo sabía algo de su historia: a los cuarenta y pico se divorció de un marido depresivo, que terminó suicidándose años después. Se puso a estudiar enfermería y terminó de criar sola a los seis hijos. Nunca entendió el suicidio de su ex. “A mí me gusta mucho la vida,” decía. Y yo miraba aquellos bracitos de niña anémica y me preguntaba por qué. Pero la vieja iba a lo suyo.
Alice no hacía más que jorobarle la paciencia. Era de esas recién convertidas que se despepitan por salvar al mundo y pasaba el día entero jodiendo a la madre con su eterno conviértete, acepta a Jesús, acuérdate que te vas a morir. Una matraquilla constante. Una tarde a la vieja se le subió el Mar del Norte a la cabeza (había nacido en Copenhagen) y le contestó:
–Tú también te vas a morir, atrevida, y si te descuidas antes que yo. No me friegues más con la religión porque te voy a dar un gaznatón que te vas a acordar hasta de la hora en que naciste.
Bueno, pues ni que la boca la tuviera santa. Un mes después Alice tuvo un accidente en la Interestatal 66 y le fue a hacer compañía a la divinidad de sus monsergas, mientras la vieja se quedaba aquí dando guerra unos meses más y fumando como una chimenea, por cierto. Le gustaban los Salem. Yo me había hecho amiga suya y a cada rato la acompañaba al hospital.
Al fin quien la convenció para que aceptara lo inevitable fue un médico jovencito, que podía haber sido su nieto. Ella jamás de los jamases le decía doctor. Hola, Bill, le soltaba cuando entraba a la consulta. ¿Ya encontraste una novia? ¿Todavía? Oye, ¿no serás del otro lado? El Bill, que en efecto, era del otro lado y seis cuadras más allá, le seguía la corriente y le aguantaba sus impertinencias.
Pero cuando Mary se encaprichó en probar con un tipo de quimioterapia experimental, que tenía fama de reventarles las arterias a quienes la usaban, el doctorcito la paró en seco:
–Mary, imagínate que estás en el Titanic –le dijo el pichón de médico–. Se está hundiendo el barco, ya no queda ni un bote salvavidas y tú estás preocupada por arreglar las sillas de la cubierta. ¿No te parece que es tiempo de sentarte a fumar un buen tabaco, disfrutar de la puesta del sol y dejarte ir?
Ella se quedó callada un rato, digiriendo la metáfora. Le costó un poco, pero al fin lo logró.
–Entendido, hijo.
Regresó a su casa en silencio –normalmente hablaba más que una cotorra cuando salíamos del hospital– y cuando llegó, lo primero que hizo fue agarrar el teléfono y cancelar todas las sesiones de quimioterapia que le quedaban. Se dejó crecer el pelo y, muy presumida, se lo tiñó de castaño oscuro en cuanto le empezó a salir. Por espacio de seis meses se dedicó a fumarse sus tabacos (literales y metafóricos) y a paladear la vida hasta las heces.
–Ahora entiendo por qué se forma tanto brete con la reencarnación –me dijo un par de días antes de darle la patada a la lata–. Hay momentos en que una sólo quiere acostarse a descansar y hasta llama a la muerte. Pero cuando ésta le acerca el morro frío, una recuerda cuántas cosas se le han quedado por hacer. Entonces desearía tener de nuevo quince años, aunque deba pasar de nuevo por el acné, la inhabilidad del primer beso, el examen de conducir y todas las cosas que en su tiempo parecieron insoportables. Yo vuelvo, si me dan el chance.
Se murió en su cama, tranquila. Yo había visto antes a una parturienta y me sorprendí de la semejanza en las expresiones. Cuando empezó a agonizar, Mary respiró profundo seis u ocho veces. Parecía inhalar con todo el cuerpo. Luego miró a los hijos, a los que le quedaban, digo, reunidos al lado de la cama y murmuró algo sobre las olas del Pacífico Y así se fue, calmadamente, vikinga en su iceberg.