Fragmento de El retorno de la expatriada
Qué familia, Buda. ¡Viejo, qué karma más jodido me ha tocado en esta encarnación cubana! Así, ¿cómo va una a avanzar espiritualmente? No chives, con semejante parentela al lado no hay quien alcance la iluminación ni a chanclazos.
Aunque Abuelonga tiene razón en algo: todas nosotras estamos más crazy que un rebaño de cabras. Empezando por Elsa, que si la pinchan suelta vitriolo destilado. Nunca fuimos de esas hermanas que comparten hasta los pintalabios, pero antes no tenía tan malas pulgas ni me soltaba esas patadas de yegua en celo. Hasta me parece que desvaría cada vez que se acuerda de Beiya. La pobre.
Sigue rabiando porque a mí me cayó del cielo la salida de Cuba y a ella no. Pero, señor, ¿quién la mandó a escribir las dichosas cartas al bombo, pidiendo visas para la familia? ¿No lo hizo por su propia voluntad? Pues que no jeringue más y acepte las consecuencias de sus acciones. A mí jamás se me habría ocurrido intentarlo, es cierto. Nosotros no teníamos ni un primo tercero en Miami así que yo pensaba en irme para el norte como habría podido pensar en mudarme a Marte.
También es cierto que, de jovencita, yo era más patriotera que el Martí de la plaza. Cuando cantaba Cuba qué linda es Cuba, quien la defiende la quiere más lo hacía de corazón, hasta se me aguaban los ojos. Además notaba, porque boba no era, que los dirigentes vivían mejor que el resto de la gente, andaban en Ladas nuevos, iban de vacaciones a Varadero y viajaban al campo socialista. De modo que me volví más roja que un mamey en sazón. Y a los americanos les tenía una tirria tal que no los podía ver ni en películas. Lo único que me gustaba del “imperio del mal,” como decía mi maestra de marxismo, eran las fotos de Marilyn Monroe que yo recortaba a escondidas cuando salían en Bohemia o en Opina, de Pascuas a San Juan.
En el preuniversitario me entró un pendejismo ideológico que no había guerrillero que me pusiera un pie delante. Cómo sea, dónde sea y para lo que sea no faltaba a un trabajo voluntario ni a una marcha del pueblo combatiente ni a un mitin relámpago o de repudio. Comandante en jefe se me caía la baba cuando lo iba a ver con su barba ¡ordene! y su uniforme verde olivo a la Plaza de la Revolución.
Gracias al pendejismo, es decir, a mi tremenda integración política, la Unión de Jóvenes Comunistas me premió con una visita a Checoslovaquia. Fue a principios de los ochenta, cuando se usaban los viajes de estímulo y el romance de Cuba con el socialismo europeo, y el mío con la revolución, estaban en su plenilunio. Ésa fue mi primera salida del nido y bien que la gocé. Nos llevaban a todas partes, desde una fábrica de embutidos hasta a una estación de esquí, pasando por un monumento al soldado soviético. El día de la visita al monumento cayó tremenda nevada. A los cubanos se nos congelaron los dedos de los pies porque ninguno de nosotros llevaba botas para esa temperatura de osos polares. Y menos mal que unas almas caritativas nos habían donado guantes y gorras, que si no…
A pesar del frío me divertí como nunca en la vida. En Praga me atraqué de uvas y de manzanas y me sentí turista, diferente, especial. Recuerdo que le pedí a quien estuviera a cargo del mundo (al compañero Dios, le dije, porque yo ni rezar sabía) que me permitiera ver la nieve otra vez y probar de nuevo aquellas frutas que parecían salidas del propio paraíso. El compañero Dios me oyó, aunque le tomó más de diez años concederme la petición.
Buena estrella que tiene una en la vida, mientras que otros, con menos suerte, nacen estrellados. Y mi buena estrella se la debo en gran parte a Elsa, soy la primera en reconocerlo. Dejada a mis arbitrios, yo jamás habría escrito a la Oficina de Intereses. Aquello era cosa de gusanos, de escorias, de contrarrevolucionarios, de…
Pero cuando llegó el sobre amarillo con la notificación de que me había ganado el derecho a una visa americana, me quedé pensando. Pensando fuerte, en uno de esos momentos que le cambian a una el destino. Y concluí que mejor me largaba con viento fresco rumbo a Miami, porque entre el período especial y los apagones y el picadillo de oca podrida cada día íbamos más para atrás, como el cangrejo del cuento. Estábamos en los noventa y el socialismo europeo andaba de capa caída. En Checoslovaquia, que se había desintegrado y ya ni se llamaba así, habían hecho cascajo con el monumento al soldado soviético y lo habían tirado, envuelto en terciopelo, eso sí, al basurero de la historia. En Rumania le habían partido las patas a Ceausescu y los rusos nos habían dicho: “dosvidanya, cubinskis, por acá tenemos mucho que hacer y que arreglar para seguir cargando con ustedes.” Vaya, que este país se estaba yendo a pique como un barco con agujeros.
Me temblaban hasta las pestañas cuando fui a la entrevista con el cónsul americano pues si se enteraba de que yo pertenecía a la Juventud Comunista y que estaba propuesta para el Partido, me quedaba varada en tierra. Pero ahí me tiró otro cabo de misericordia el compañero Dios. Mi entrevistador resultó ser un muchacho joven, rubiecito, apellidado Rice. Me hizo tres o cuatro preguntas tontas y parece que le caí bien porque me dio la visa sin meterse en más averiguaciones. Thank God.
Yo no me había casado ni andaba en relaciones con nadie, por eso me fue fácil decidirme a cruzar el charco: no tenía a quién decirle adiós, excepto a mi familia, a la que no me ataban precisamente lazos de cariño. Había tenido dos amigas después de Maiviz, pero nada de compromisos serios. Unos cuantos encuentros furtivos y después, si te he visto no me acuerdo. En realidad, todavía estaba confundida y creía que los machos que había conocido hasta entonces no me gustaban, pero que a lo mejor un día aparecía El Hombre De Mi Vida, con mayúsculas, como decían las amistades hetero. No sé, quizás pensaba eso porque llamar a alguien tortillera era un insulto grave y yo no me atrevía a reconocer cuánto me atraían las mujeres. Pero todo cambió cuando salí de Cuba.
Cuando salí de Cuba iba con un impulso que ni los pies se me veían de lo rápido que subí al avión, no fuera a ser que a última hora se me descompusiera el viaje. No miré para atrás ni derramé una lágrima. Dejé enterrado mi corazón…Ja, esa canción no va conmigo. Lo único que dejé fueron dos viejas resabiosas, una sobrina malcriada (que en paz descanse la infeliz), la maniática de Elsa y este apartamentico despintado. Dejé la mierda y el mal olor.
Pero al llegar al norte no me tomé la Coca Cola del olvido ni el café de la indiferencia. Cada vez que podía mandaba dinero para que mi madre, Abuelonga y hasta mi hermanújula, loca sin brújula, se mataran el hambre. No habrán sido miles de dólares al mes porque una no es millonaria, pero al menos sin comer no se han acostado gracias a mi trabajo. ¡A mis sacrificios, puñeta! ¿Cuántas veces me privé de cosas que necesitaba por mandar plata para Cuba? Sobre todo al principio, que yo llegué con una mano atrás y otra delante, y nadie que me respaldara. Muchos culos sucios que limpié en un asilo de Hialeah y muchas mesas que serví en los restauranticos baratos de la Calle Ocho y muchos pisos que trapeé en los moteles de Miami Beach.
Me molesta que Elsa no vea esa parte. Si vamos a creerla, soy una ingrata porque no le besé las patas cuando me dieron la visa, pero ¿alguna vez me ha dado ella las gracias por haberles llenado el buche durante todos estos años?
Pst. No sé ni por qué dejo que esas sandeces me incomoden. Elsa está traumatizada, hecha leña por lo que le pasó. Más vale tomar con filosofía sus impertinencias, hacerme la disimulada, pues va y ni se da cuenta de lo que está diciendo. La pérdida de una hija debe ser algo horrible y más aún en las circunstancias en que pasó. Aunque ella tampoco fue una madre de vanguardia. Bastantes golpes que le daba a la chiquita, con motivos o sin ellos, y bien que la insultaba a gritos por cualquier nimiedad. ¡Encima se queja porque Beiya prefería contarme sus cositas a mí! Angelita, ¿qué iba a hacer cuando su madre le soltaba cuatro chillidos a la menor provocación y jamás se sentaba a hablar con ella ni le hacía un cariño? Y ahora viene haciéndose la sufrida. Manda carajete esto.
Punto final. ¡Se acabó! Yo no regresé aquí a desenterrar pleitos ni pendencias, y menos a calentarme los sesos. Si vine fue por Maiviz, no por esta panda de arrebatadas que me ha tocado en la tómbola familiar.
¿Será verdad que antes de nacer escogemos la parentela que nos acompañará en la próxima encarnación? ¿En qué estaba pensando yo cuando seleccioné la mía? ¿Me habré fumado un pito de marihuana astral allá en el limbo? O a lo mejor es el compañero Dios quien me manda estas pruebas, como castigo por las veces en que lo negué.
Cualquiera sabe, eh.