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Mi marido, antiguo jefe del departamento de Letras Hispánicas de la universidad habanera, guardaba cierto parecido con Víctor Quintanar, el respetable esposo de Ana Ozores en La Regenta. Don Víctor (el personaje de Clarín, no el mío) es un vejete jubilado de la Audiencia e interesado en la caza, la arboricultura, la marquetería y el teatro de Lope de Vega y de Calderón… en todo lo que lo rodea, con excepción de su mujer. Su desinterés marital actúa como detonante en la trama de la novela que gira en torno a la elección, por parte de Ana, de un sustituto para el regente retirado.
El caso era que a mi media naranja, como al don Víctor de la historia, se le habían apagado los fuegos pasionales. No nos dábamos más que besitos de buenas noches y un achuchón raquítico de Pascuas a San Juan. Aunque, en su honor sea dicho, las cosas no habían sido siempre tan sosas entre nosotros. Cuando nos conocimos tenía un motor en el escroto. Tanto, que terminamos enroscados en el piso de su oficina la primera vez que nos vimos, cuando fui a pedirle trabajo en la facultad de Artes y Letras de La Habana.
Nuestros caminos se cruzaron después que perdí mi puesto de profesora en la universidad de Las Villas. Y el puesto lo perdí por culpa de un accidente que, al lanzarme de mi nido académico de una patada, me llevó a buscar refugio en la capital. Por eso dicen que Dios escribe derecho con renglones torcidos. El problema es que a veces al Altísimo se le va el santo al cielo y le da unos retorcijones de contorsionista al guión que acaban con cualquiera.
Todavía recuerdo hasta el más mínimo detalle del accidente —como se recuerda, en la oscuridad de la madrugada, entre crispaciones de miedo, el argumento entero de una película de horror. Pedaleaba de vuelta a casa una noche, después de terminar las clases, cuando un camión cargado de lechugas embistió por detrás mi bicicleta china, una Forever roja bien traqueteada. El topetazo me hizo aterrizar en el pavimento. Fue un instante de confusión espacial, en que creí que la tierra se había alzado hasta mi cabeza para soltarme el batacazo. Sentí el dolor de los huesos al hacerse trizas y olí la peste a goma quemada de una de las ruedas delanteras del camión, que se detuvo a centímetros de mi rostro. Todo esto mientras las lechugas se desparramaban por todas partes en una explosión vegetal.
En el juicio dijeron que la culpa había sido mía por no llevar reflector en la bicicleta. ¿Cómo lo iba a llevar si me lo habían robado una semana antes? Pero el chofer del camión tenía un aliento etílico capaz de tirar para atrás a Baco, de modo que el juez lo condenó a tres meses de cárcel. El borrachón salió mejor que yo, que pasé seis sin poder salir ni a la esquina. Prisión domiciliaria decretada por las dos piernas fracturadas, un brazo dislocado y las costillas convertidas en un rompecabezas óseo.
Lo peor fue que, además de descuajeringarme el esqueleto, el accidente me dejó un poco desequilibrada de los nervios. Estrés postraumático, me dijo mi psiquiatra, el doctor Cantoya, que se le llama científicamente a lo que me pasó. Durante años la vista de un camión me provocaba escalofríos y temblores, al punto de volver corriendo a casa si encontraba uno por la calle. Vomitaba cuando me ponían delante una ensalada de lechuga y no subía a una bicicleta ni aunque me pagasen mi peso en oro.
Al regresar a la universidad, más o menos restablecida, comprobé que el que fue a Sevilla —o en mi caso, al hospital— perdió la silla, el sillón y hasta el orinal. Mi cátedra estaba cerrada y me encontré en la calle y sin llavín. El decano me informó, con muchísima pena, que mi plaza había sido evaluada como “no imprescindible” durante aquellos meses de ausencia forzada. Corrían entonces los duros noventa y la enseñanza de narrativa española decimonónica no ocupaba un lugar preferencial en la mente de los burócratas.
¿Cómo ganarme la vida en Las Villas? No había muchas opciones para una hispanista desempleada. O me dedicaba a limpiar pisos en el hotel Ancón, o empezaba a arreglar uñas, o buscaba trabajo en una pizzería clandestina. Qué va. Adiós, cordera, me dije y vine a recalar a La Habana, donde me las vi negras al principio. Con mi padre no podía contar. Había perdido su cargo en el ejército cuando el brete de Arnaldo Ochoa y vivía refugiado en casa de sus suegros, que no me iban a admitir también a mí por mi cara bonita.
Tuve que apencar con tía Nena, la hermana de mi madre, que era una vieja resabiosa, y colocarme como maestra de español en una secundaria llena de fieras púberes. Los alumnos mayores fumaban en los baños, decoraban las paredes con obscenidades de barrio bajo y robaban a mano sucia en el salón de profesores. Los más chicos me tiraban bolas de papel, mocos endurecidos y cáscaras de naranja cuando me volvía de espaldas para escribir en la pizarra, y armaban batallas campales con los cuadernos en medio de la clase. Estaban en la edad del pavo elevada al cubo y no había quién los aguantara.
A los dos meses de lidiar con aquellas bestezuelas se me ocurrió ir a la universidad de la Habana para enterarme de si había una plaza vacante. Lo dudaba, pero como la peor gestión es la que no se hace… Me preparé con todas las armas que tenía a mi disposición. El escudo fue un cartapacio con mi expediente laboral, copias de mis evaluaciones y una carta de recomendación llena de elogios que me diera el decano de Las Villas cuando me despidió. La armadura consistía en un vestido rojo, cortito y bastante desvergonzado, con escote de recepción.
Llegué a la facultad de filología y pregunté por el departamento de Letras Hispánicas.
—Queda al lado del baño de las mujeres —me informó la recepcionista, y añadió al notar mi expresión de desubicada—: Enseguida lo encuentras, muchacha, guíate por el olor.
Seguí el tufillo, que era difícil de ignorar, y me presenté muy frescamente ante el jefe de cátedra —cargo tan poderoso en nuestro ambiente como el de un regente de Audiencias. Me recibió un tipo canoso, aunque todavía interesante. El que más tarde se convertiría en don Víctor, pero que in illo tempore era un cincuentón de buen ver.
—¿No necesitarán aquí una instructora de literatura española? —le pregunté a boca de jarro, sonriéndole con toda la sandunga que pude destilar.
—Las necesidades se fabrican cuando hace falta —me contestó, campechano—. ¿Trajiste tu expediente?
Saqué mi pedigrí académico y se lo entregué. Él se caló unas gafas montadas al aire, modernísimas, muy profesorales, y empezó a revisar el documento. Me despedacé cuatro uñas mientras duró aquella lectura, que se me antojó interminable.
—Tienes un currículum de primera —comentó al fin, aunque mirando para mi trasero, no para el expediente.
—Gracias.
—El problema es que en estos momentos no hay ninguna plaza abierta en la sección de literatura —empezó a ponérmela difícil—. Y aunque veo que terminaste la maestría, preferimos contratar a instructores que ya tengan un doctorado.
—Estoy dispuesta a empezarlo este mismo año si me dan la oportunidad de trabajar de nuevo en la universidad, compañero —le contesté—. Fíjese usted que tengo dos especialidades: literatura peninsular y lingüística española. Pero ahora estoy enseñando gramática en una secundaria horrible, con unos estudiantes que se le escaparon a Lucifer —y puse una carita compungida, de náufraga en apuros.
— Pues a lo puedo hacer algo por ti —carraspeó y me echó otra ojeada radiográfica—. Da la casualidad de que el único profesor de lingüística que tenemos en el departamento está a punto de retirarse. ¿Has estudiado a Noam Chomsky? Porque ahora sus libros son material obligatorio.
—¡Claro que sí! Hasta impartió un taller a nuestra clase en el ochenta y nueve. Conozco su obra al revés y al derecho, modestia aparte.
—A ver, a ver…
Me concentré y regurgité todo lo que recordaba sobre el estructuralismo de Chomsky. El jefe me escuchaba con aspecto de estar impresionado por mi bagaje cultural. Al poco rato pasamos de la lingüística a la lengua y del material obligatorio a mi nalgatorio y terminamos revolcándonos en el piso de la oficina. Tenía mosaicos verdes y olía a polvo, a churre acumulado y al orine del baño, que como dije antes quedaba justo al lado. En fin. Salí de allí con el vestido sucio y tremendo dolor de espaldas porque todavía no se me habían acotejado los huesos desprendidos durante el accidente, pero pesqué el trabajo. Quid pro quo.
Así empezó el romance con don Víctor y yo me convertí en profesora de lingüística y en la favorita del mandamás. Vamos, en la sultana departamental. Me volví una Regenta criolla que reinaba, aunque no gobernase, en aquel micromundo universitario. A los pocos meses se abrió una plaza para enseñar literatura española y excusado es decir que pasé a ocuparla sin más trámites ni protocolo.
A veces, cuando nos poníamos románticos, mi marido y yo rememorábamos la primera vez en que el suelo nos sirvió de lecho nupcial y enredábamos las lenguas pensando en Chomsky. Pero no con mucha frecuencia, por desgracia.
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