Juguetes de antaño

La mayoría de mi generación, nacida en los sesenta en Cuba, no conoció a los Reyes Magos. (Algunas familias mantuvieron la tradición de regalarles juguetes a los muchachos el seis de enero, pero la mía no.) En su lugar estaba el Día de los Niños, el tercer domingo de julio.

Eran en realidad seis días, los únicos en que se vendían juguetes en las tiendas, por la libreta de racionamiento. Los turnos para comprar se asignaban unas semanas antes por un sorteo secreto cuyos resultados se anunciaban en hojas impresas pegadas en las vidrieras de las tiendas.

Los agraciados a quienes les tocaba en suerte el primer día podían escoger juguetes de su gusto. A quienes les tocaba el sexto, pues se jeringaban porque ya para entonces no quedaba más que lo que nadie había querido.

Se asignaban tres juguetes por niño: básico, no básico y dirigido. (Sería interesantísimo averiguar la etimología de semejantes nombres…dirigido ¿por quién?) En fin. El básico era el más grande y bonito, que podía ser una bicicleta o una casa de muñecas. El no básico era de menor categoría, quizá un juego de cocina con cazuelitas. El dirigido era el más sencillo, una suiza o una pelota.

A mí casi siempre me tocó un día fulastre —el tercero, el cuarto, o en el peor de los casos, el sexto. Pero mi madre y Topeo circunvalaban el obstáculo comprándoles juguetes a padres que ya tenían hijas mayorcitas y más interesadas en otras cosas o que simplemente necesitaban el dinero. Así me hice de esta casa de muñecas que me acompañó hasta la adolescencia.

En una ocasión me compraron un juego de enfermera con bata y todo.

Aquí estoy con un perrito alemán, marca Steiff, de nombre Snobby (no lo compramos en el Día de los Niños, sino que nos lo vendió alguien) y un gato de peluche regalo de Guillermina, una hermana de Topeo que vivía en Miami.

Tuve también varias muñecas, aunque no recuerdo haber jugado mucho con ellas. Me parecían horribles, con aquellos ojazos fijos y azombiados.

La verdad es que no me entretenía mucho con ninguno de mis juguetes. A veces los sacaba del clóset y armaba la casita o la granjita (que era preciosa y tenía vacas, caballos, patos y pastores), pero la gracia estaba en armar el tinglado y ponerlo todo en su lugar. Una vez acomodadas todas las piezas en su sitio, ya no quedaba mucho por hacer pues yo, hija única, no siempre tenía compañeros de juego cerca.

Los botones

Mi diversión favorita era jugar con botones a quienes daba nombre y agrupaba en familias y barrios. Los guardaba en una caja grande, de latón, dividida en compartimientos rectangulares donde había espacio para todos—juntos, pero no revueltos.

Había botones niños, que iban a la escuela, y adultos que trabajaban en distintos oficios. Uno de nácar en forma de flor era la doctora Carmina. Estaba casada con José Arturo, carmelita, con cuatro agujeritos e inspector de guaguas. (Las guaguas eran cajas vacías de fósforos.) Se trataba de un juego muy elaborado y que no necesitaba de más compañía que mi imaginación.

Después he pensado que aquellos botones fueron mis primeros personajes pues les inventaba historias detalladas y entre ellos había peleas, romances y reconciliaciones —complicadas tramas que se alargaban, como las de una telenovela, durante semanas o meses.

Todavía hoy, cuando cierro los ojos, puedo recordar los nombres y apariencia de muchos botones…Y en ocasiones, al ver uno bonito suelto por ahí, me dan ganas de echármelo en un bolsillo y sumarlo a la colección, a aquella caja de latón que existe sólo en mi memoria.

¡Feliz Día de los Reyes!

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