El piano y yo

Mi piano en La Habana

Mi abuela Mercedes tenía la ilusión de oírme interpretar algún día la Polonesa de Chopin o al menos Mamá Inés. Se jorobó, porque ni Los Paticos me salían bien. Lo más que recuerdo haber machacado de memoria fue London Bridge is Falling Down y de verdad que sonaba como si se cayera un puente.

Ninguna culpa de mis maestras, que las dos eran excelentes.

La primera fue Lydia Rayneri, prima de mi abuela y concertista de altos quilates. La buena señora no me aguantó mucho tiempo y se sacudió, con no sé qué pretexto, a aquella criatura incapaz de diferenciar un sol de un la. No la culpo.

Luego le tocó en suerte (en mala suerte) tenerme de estudiante a Nena Carbonell. Nena y su hermana Lolita, que trabajaba para una empresa alemana y manejaba un VW de huevito, vivían en El Vedado, en el mismo edificio que el Indio Naborí, a quien me encontraba a cada rato en la escalera.

Nenita y Lola eran dos solteronas encantadoras, muy católicas y pacientes, que me soportaron sin chistar durante varios años. Igual no aprendí nada, pero siempre que iba a su apartamento, una vez por semana, me brindaban meriendas sabrosas, entre las que recuerdo especialmente el tocinillo del cielo que hacía Lolita. La vida misma.

El problema era que yo no tenía oído musical. Además, no me interesaba tenerlo. Cuando me sentaba en la banqueta del piano, me imaginaba ante una máquina de escribir dándoles rienda suelta a las historias que me bullían en la cabeza. Pero mi abuela, que era la mandamás de la familia, no entendía de escrituras.

—Las niñas finas tienen que aprender a tocar el piano —decía.

Quizá recordaba su niñez, sin piano ni finura ni madre que la amparase, rodando con sus cuatro hermanos por casas de parientes que no querían tenerlos allí. Las hijas de los tales parientes tomaban lecciones de música y a ella, tal vez, se le quedó la idea de que aquello era la felicidad.

Traumas intergeneracionales, como dicen los psicólogos.

El fin llegó cuando mi abuelo Gabrielito, que siempre había desconfiado de mis dotes musicales, llevó a un amigo suyo, pianista, a casa para que evaluara mi interpretación de una melodía sencillísima. La cara del pobre hombre cuando me oyó tocar fue un verdadero poema al espanto. No sé qué les dijo a mis padres, pero la próxima vez que no quise ir a clases, nadie insistió en que fuera.

Extrañé muchos las meriendas de las Carbonell.

No recuerdo qué pasó con el piano. Creo que lo vendimos cuando yo estaba en la universidad.

El piano de Hugh, de San Diego a Albuquerque

Mi primer esposo, Hugh Page, tocaba el piano. Tenía uno eléctrico, muy mono, y alguna vez me lancé a experimentar con cancioncitas fáciles. Hugh jamás se quejó, pero, vamos, tampoco me animaba mucho a tocar. A escribir, sí. A los ocho años de estar aquí publicaba mi primera novela en inglés, en parte gracias al apoyo de mi marido.

Aquel piano viajó con nosotros desde San Diego hasta Albuquerque. Después que Hugh murió, se lo regalé a un vecinito que estaba estudiando música.

El piano de Hobbs

Cuando Gary y yo vinimos de Taos a Hobbs, había un espacio enorme en la sala que no sabíamos cómo llenar. Y de pronto se me ocurrió que era perfecto para un piano. Sin más, compré uno y lo sembré en la sala.

Sembrar es la palabra exacta, porque ahí se está muy quieto. Nunca lo toco, pero de alguna manera el piano y su música se han colado en varios pasajes de mis libros.

Todavía algunas veces, cuando le paso por el lado, veo en la banqueta a una chiquilla flaca tratando de tocar el dorremí mientras sueña con sentarse frente a una máquina de escribir y darles rienda suelta a las historias que le bullen en la imaginación.

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