El abuelo silencioso

Mi abuelo Gabrielito vivía encerrado en su cuarto como un caracol en su concha. O quizá como una jicotea en su carapacho, del que solo sacaba la cabeza para comer. No estoy segura de cuál símil viene mejor.

En realidad, no estoy muy segura de nada con respecto a mi abuelo. Me parece que no llegué a conocerlo, aunque murió cuando yo tenía más de veinte años.

Algo en lo que todos en la familia estábamos de acuerdo sobre él era, sin dudas, su afán por acumular dinero. Quilo Prieto, lo llamaba mi padre, que tenía apodos para todo el mundo.  (A mi madre le decía Pucha en los días buenos, Boba en los demás. A mi abuela le puso Topeo y yo era La Tetera.)

Topeo no sé de dónde habrá salido, pero el apodo de Quilo Prieto hay que reconocer que le venía pintado al pobre Gabrielito.

Por otro lado, no le gustaba hablar con la familia. Puedo contar con los dedos de una mano, y me sobran, las conversaciones que sostuve con mi abuelo, casi todas sobre historia, de la que sabía mucho. El problema era que, de pronto, y sin motivo ni razón, ¡te salía con una patada!  

Recuerdo en una ocasión que, después de que me hablara sobre las guerras de Napoleón, de quien tenía un cuadro en su cuarto, le hice notar que debíamos limpiar la lámpara de la habitación. Se enojó tanto que ya no quiso seguir hablando conmigo.

Con mi abuela apenas cruzaba palabra, con mi madre tampoco y con mi padre, menos. Se preparaba él mismo su comida que consumía en su cuarto, en su sillón junto a la radio, sin sentarse jamás a la mesa con los demás.

Cuando murió, en el Hospital de Emergencias, nos llamaron de madrugada. Confieso honestamente que no sentí la más mínima pena y me volví a dormir.

Historia antigua

Muchos años después, cuando empecé a interesarme por las historias familiares, supe que su padre, José Giménez Andino, había sido cónsul de Cuba en México primero y en varias ciudades de Europa luego. La última fue Málaga, donde se murió de repente siendo canciller.

Mi abuelo y sus padres, José y Anita. Foto tomada a principios de 1900.

Cuando su padre falleció, Gabrielito tenía apenas dieciséis años. Se encontró solo con su madre en una ciudad en la que, al parecer, no tenía amigos ni mucha gente a la que recurrir. Por otro lado, mi bisabuela Anita padeció de lo que hoy supongo que sería depresión, o quizás Alzheimer. Pasarían varios meses hasta que el gobierno de Cuba les mandara dinero para el pasaje en barco de regreso a la patria.

Una vez en Cuba, vivieron de la venta de las joyas de Anita, hasta que, varios años más tarde, el gobierno, gracias a la oportuna gestión del primo Justo García Rayneri, le pagó a la viuda una pensión, además de reembolsarle lo que le debían, que eran varios miles de pesos.

Con ese dinero, mi abuelo compró un par de casas que alquiló y otra para la familia. En ella vivió con su mujer, mi abuela Mercedes (que además era prima suya, pero ese es asunto de otro post) y su hija. Durante muchos años, ellos tres y Anita se sostuvieron con el producto de los alquileres de aquellas casas y la pensión de mi bisabuela.

(Hay un detalle delicioso y es que, una vez expropiadas las casas, en los sesenta, el inquilino de una de ellas siguió pagándole el alquiler hasta que murió, aunque de acuerdo con las leyes de la Reforma Urbana ya no tenía por qué hacerlo.)

Los motivos del silencio

He tratado, después de saber la historia de mi abuelo, de entender al jovencito que se vio de repente a cargo de su madre, solo, probablemente sin mucho dinero ni manera de conseguirlo y en una tierra extraña. Eso puede explicar su desmedido apego al «quilo prieto» y el temor a gastar.

Pero todavía hay cosas de él que no comprendo y quizá no comprenderé nunca: por qué no trabajó al llegar a Cuba y se limitó a vivir de los alquileres y de la pensión de su madre. No habría venido mal que tuviera un sueldo regular. Al parecer, las contiendas que se armaban cuando mi abuela quería celebrar una fiesta o comprar algo y él se negaba, eran homéricas.

Tampoco entiendo por qué se retrajo de la familia, aunque el post que le dedicaré a mi abuela tal vez lo explique un poco, ni por qué fue tan despegado conmigo, su única nieta.

Mi abuelo, con los espejuelos oscuros, en mi fiesta de cumpleaños (cuatro). Una de las pocas fotos que tengo de él.

Otras cosas que de él me ha contado mi madre: escribía para los periódicos —su padre, José Giménez, había fundado uno llamado El Fígaro de Marianao, de breve existencia— casi siempre sobre ajedrez, que jugaba muy bien. Gabrielito jugó contra Capablanca, en una partida múltiple, de los que se llaman simultáneas, en 1932.

Recorte de periódico sobre mi abuelo

Le encantaba la música, en especial las óperas. (El hecho de que perdiera la audición tuvo que haberlo afectado bastante). Leía mucho y escuchaba, esto sí lo recuerdo bien, La Voz de América en un radio antiquísimo. Le gustaba pasear a solas, sobre todo en el cementerio. . .

Ahora pienso que Gabrielito era en el fondo un hombre sensible, que no supo expresar amor por su familia ni, por consecuencia, recibirlo de aquella. Un alma incomprendida, a la que ojalá le vaya mejor dondequiera que ahora se encuentre que en el tiempo que le tocó pesar sobre la tierra.

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